Hace algunos días, acercándose la Navidad me surgió la interrogante respecto de la necesidad de impregnar a mis hijos de una idea de Dios cuando yo mismo carezco de ella. Y evidentemente no significa que no tenga un concepto respecto del vocablo como tal sino que quizá prefiero ser más humanista en el sentido más literal de la palabra. ¿Navidad sin religión? Podrá parecer excéntrico pero en mi postura pragmático humanista me parece razonable al menos una vez al año respirar el ambiente tan especial que acompaña a esta época del año y que parece dibujar una muy especial sonrisa en el rostro de todos por un par de semanas, un halo de esperanza en la bondad humana es para mí la Navidad amén de los incontables y hermosos recuerdos que mis padres con no poco esfuerzo y milagros dignos de Reyes Magos y Santos en algunas ocasiones, se encargaron de darnos a mi hermano y a mí y que hoy con una inenarrable alegría revivo a través de mis hijos.
Es claro que tal posición agnóstica es el producto de diversas experiencias de toda índole que me llevaron a tomar ciertas decisiones en determinados sentidos respecto de la forma en que habría de vivir mi espiritualidad. Ese no es el tema aquí. La pregunta gira en torno a la necesidad de acercar a los niños a la experiencia religiosa cuando me parece que la misma es de cierta forma parecida a la afición futbolística y a un sinfín de cuestiones sociales, es cuestión de contexto. En casa de mis padres nunca hubo una postura religiosa practicante aunque si creyente y jamás nos detuvo en casa la transmisión de un partido de futbol por televisión y a mi padre jamás se le ocurrió escuchar un partido por la radio. En consecuencia, el futbol me desagrada pues afecta el tránsito rumbo a mi casa (siempre he sido sureño y el Azteca y el estadio universitario están por allá) y el relajado enfoque hacia la religiosidad en la casa paterna combinada con determinadas influencias, lecturas y demás situaciones devinieron en mi posición agnóstica.
En tales circunstancias, quizá valdría la pena preguntarse primero respecto de la viabilidad de que alguien en mi posición trate de poner en contacto a sus hijos con alguna experiencia religiosa. ¿Algo necesario? Hay quienes sostienen que es una vía de depositar cierta moralidad en el individuo con la ventaja de que en edades tempranas la apelación a figuras y criterios de autoridad más fácilmente puede modelar determinados rasgos de la personalidad por cuanto a orientaciones éticas relevantes e ideas de virtud y justicia. ¡Vaya tarea la que ha sido encomendada a la instrucción religiosa! ¿Honorable labor en lo ideal? Sin duda. Sin embargo, y eso puede ser algo que tiene que ver con mi personalidad, me resultaría demasiado sospechoso si fuera necesario. Tendría que aceptar que hay EL camino y que hay cavernas e ideas absolutas que sólo unos cuantos elegidos por motivos místicos o ignorados por todos los demás, pueden observar en su grandeza para después compartirlas con nosotros los pobres mortales e iletrados. Quizá, y eso es lo que más me preocupa, tendría que negar que la lucha puede darse desde otro frente con igual efectividad y honorabilidad por difuso que este último término suene.
Posiblemente se requiera más pláticas, tiempo y más esfuerzo para que un niño comprenda eventualmente, sin apelar a una figura de autoridad externa (por benevolente que se le presente), que existen valores a los que hemos dado contenido nosotros, los humanos, a través del tiempo y en muchas ocasiones a costa de cientos y hasta millones de vidas. Quizá la incipiente noción que tiene mi hijo mayor heredada de mis padres de que dios es alguien bueno que nos cuida a todos, sea una forma poética y hermosa de recordarnos a todos que debemos cuidarnos el uno al otro, que la solidaridad es un sentimiento que en la historia ha tenido grandes y notables ejemplos en los que se ha materializado y nos han conmovido aún en los peores escenarios y situaciones. Y es que quizá podemos acercarnos más por un camino diferente al contacto con el otro, al intento por comprender que devenga en colaboración y mutua ayuda con independencia de la arquitectura del templo o el nombre del libro. Quizá la clave está en la congruencia y el ejemplo, exigencias difíciles de mantener en ocasiones pero que sin duda, son común denominador de cualquier camino por el que se desee transitar en el proyecto de dotar a los hijos de elementos para que ellos mismos formulen sus decisiones de un modo informado cuando ello proceda. O quizá, es sólo que creo en mi proyecto de crear a dos hombres respetuosos de la alteridad y la diversidad en todos los ámbitos y cuyo centro esté puesto precisamente en el Otro y en las consideraciones y respeto que deben tener a sus posiciones ontológicas y epistemológicas para poder exigir iguales consideraciones a las propias.
La necesidad de usar una determinada serie de caminos me parece superada ante la validez de cualquier camino que sea congruente y considere al Otro como fuente y destinatario de la justificación de nuestras acciones como producto de una idéntica consideración y valoración de él frente a quien actúa. El respeto, la solidaridad, la ayuda, la sustentabilidad, la ausencia de corrupción y la pacífica resolución de todo tipo de conflictos quizá serían realizables así sin dar mayores ocupaciones, lata y preocupaciones a las divinidades.