Reflexionando en torno a lo que Habermas sostiene en el sentido de que toda afirmación entraña una pretensión de validez universal, comencé a pensar en torno a la forma en que hemos convivido como especie en el plano de las relaciones, orígenes y consecuencias del poder. En el plano de la política.
La ignorancia, expresada como término sin carga peyorativa, en un principio dotó de misticismo al acontecer político. En tal virtud, tomaron relevancia los ritos complicados, oráculos, sustancias, piedras, sitios, ofrendas, sacrificios e incluso, tristemente, guerras y muerte. Era lo ultraterreno y los rituales con ellos asociados lo que dotaba de validez a los actos humanos, eran de algún modo lo que Kelsen denominaría, un referente de significado.
El desarrollo no sólo tecnológico sino del liberalismo y el individualismo también, han cambiado de manera radical el paisaje a través del tiempo.
El recurso del mito ante lo inexplicable o ignorado que se justificó en cierto momento y sirvió de base para justificar actos de cara a terceros dejó poco a poco de dar las respuestas a todas las interrogantes planteadas. Así, la secularización parcial y gradualmente fue dando cabida a prácticas que en un principio fueron tachadas de paganas y que hoy por hoy, dan forma a la civilidad y las instituciones democráticas.
¿Nos hemos desprendido entonces del mito? Claro que no. Las cargas rituales de la civilidad no dejan de ser un girón de tela que aún huele a misticismo en forma de trascendentalismo añorante. Y es que la política y el intento de dotarle de contenido, extensión y significado es una tarea política en sí misma. La afirmación política por tanto y con independencia de la arena en que la misma se presente, no ha dejado de pensarse, plantearse e incluso estudiarse como una expresión con pretensión de validez universal porque el lenguaje de lo político así como ciertas prácticas en torno a ello, evidentenmente están dotadas de cargas normativas desde que la gente que las expresa imprime en ellas el sello del lado que han escogido y lo hacen con el afán de prevalecer por encima del otro en el sentido más político de la palabra. El recurso al mito sigue ahí. Lo que es cuestionable es su utilidad en un mundo sin universalidad a la cual aspirar.
En un mundo así, vale más temprano que tarde comenzar a imaginar formas nuevas de convivir aún en lo político que nos suelen vender y solemos comprar como algo fundamental a usanza de Schmitt. Vale más, detenernos y comprender que sin un rumbo único se debe negociar y conciliar pues nadie tiene La Razón ni podrá tenerla jamás. Lo valioso de la expresión de Habermas radica en que pretende sin duda, dotar a nuestras expresiones de cierto sentido de responsabilidad inherente y por tanto, que la misma se extienda a sus consecuencias. Sin embargo, tal pretensión no sólo asume e implica necesariamente el uso de un lenguaje trascendental que es sólo vecino de habitación del mito sino que anula de un plumazo nuestra capacidad de generar realidades diversas y la posibilidad de construcción de consensos basados en razones y justificaciones entre nosotros con base en el ejercicio de un diálogo en el que exista una conciencia de respeto y responsabilidad sin que los mismos estén referidos a La Verdad o La Razón sino que su foco sea lo Humano, el Otro. Una conciencia cuya "razón" y "verdad" sean contingentes pero compartidas en conjuntos que se empalman, se intersectan y a veces nunca lo hacen. Una conciencia de que vivimos en un escenario en constante caos y contingencia en el que quizá sean las cosas como las planteó Oakeshott. Todos estamos en altamar, en una misma nave y sin la certeza respecto de la existencia de un puerto seguro; sin duda, el mejor camino sería hacer todos lo mejor posible para no naufragar.
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