Traducción por Marcos Joel Perea Arellano
Las profecías fallidas suelen hacer lecturas inspiracionales invaluables. Consideremos dos ejemplos: el Nuevo Testamento y el Manifiesto Comunista.
Ambas tuvieron la intención de sus autores de ser predicciones de lo que iba a ocurrir - predicciones basadas en un conocimiento superior de las fuerzas que determinan la historia humana. Los dos conjuntos de predicciones se han convertido al día de hoy, en absurdos fracasos. Ambas posturas han sido objeto de ridículo en sus afirmaciones de conocimiento.
Cristo no regresó. Aquellos que afirman que Él está por hacerlo, y que por tanto sería prudente convertirse en miembros de una particular secta o denominación en preparación para tal evento, son, no por nada, vistos con sospecha. Podemos estar seguros de que nadie puede probar que una Segunda Venida no ocurrirá, produciéndose con ello evidencia empírica de la Encarnación. Pero ya hemos esperado por largo tiempo.
Análogamente, nadie puede probar que Marx y Engels estaban en un error cuando proclamaron que “la burguesía había forjado las armas que le traerían la muerte.” Puede ser que la globalización del mercado de trabajo en el siglo que viene revierta la progresiva burguesización del proletariado europeo y norteamericano y que entonces se vuelva cierto que “la burguesía es incapaz de seguir gobernando desde que no es capaz de asegurar la existencia de los esclavos en su esclavismo.” Quizá entonces, el fracaso del capitalismo, y la suposición del poder político en manos de un ilustrado y virtuoso proletariado ocurrirán. Quizá, dicho brevemente, Marx y Engels no fueron oportunos por uno o dos siglos. Aún así, el capitalismo ha superado muchas crisis en el pasado y llevamos también mucho tiempo en espera de que surja ese proletariado.
Nuevamente; ningún burlón puede asegurar que lo que los cristianos evangélicos denominan “ser un nuevo ser en Cristo Jesús” no sea una transformación genuina, una milagrosa experiencia. Pero aquellos que afirman haber renacido de este modo no parecen comportarse tan diferente a como lo hacían antes y como lo esperábamos. Hemos esperado largo tiempo que los prósperos cristianos se comporten más decentemente que los prósperos paganos.
Análogamente, no podemos estar seguros de que algún día posaremos nuestra vista sobre nuevos ideales que remplacen aquellos que Marx y Engels desdeñosamente llamaban “individualidad burguesa, independencia burguesa y libertad burguesa.” Pero hemos esperado pacientemente a que regímenes que se autodenominan “marxistas” nos expliquen exactamente cómo se ven estos nuevos ideales y cómo se realizan en la práctica. Hasta ahora, todos esos regímenes han resultado ser retrocesos al barbarismo previo a la Ilustración en vez de ser los primeros destellos de una utopía post-ilustración.
Aún hay, lo sabemos, gente que lee las escrituras cristianas para desentrañar lo que ocurrirá en unos años o décadas adelante en el camino. Ronald Reagan lo hizo por ejemplo. Hasta muy recientemente, muchos intelectuales leían el Manifiesto Comunista con el mismo propósito. Justo como los cristianos nos han aconsejado paciencia y nos han asegurado que es injusto juzgar a Cristo por los errores de sus pecaminosos siervos, así los marxistas nos han asegurado que todos los regímenes “marxistas” hasta ahora no han sido más que perversiones del intento de Marx. Los pocos marxistas sobrevivientes admiten ahora que los partidos comunistas de Lenin, Mao y Castro no reflejaban al proletariado llevado al poder de los sueños de Marx, sino que eran meros instrumentos de autócratas y oligarcas. A pesar de ello, nos dicen, algún día habrá un partido genuinamente revolucionario, genuinamente proletario - un partido cuyo triunfo nos traerá una libertad distinta a la “libertad burguesa”, como la doctrina cristiana de que el amor es la única ley es distinta a los dictados arbitrarios de Leviticus.
El que estas cosas sigan siendo pospuestas por cristianos y marxistas ya no es tomado en serio por la mayoría de nosotros. Ello, sin embargo, no nos debe impedir buscar inspiración y coraje en el Nuevo Testamento y en el Manifiesto pues ambos documentos son expresiones de la misma esperanza: que algún día querremos y podremos tratar a todas las necesidades humanas con el respeto y consideración con las que tratamos las de aquellos que nos son cercanos, de los que amamos.
Ambos textos han acumulado un gran poder inspiracional a través de los años. Cada uno es el documento fundante de un movimiento que ha hecho mucho por la libertad y equidad humanas. Para este tiempo, gracias al incremento en la población desde 1848, ambos han inspirado quizá a similar número de valientes y sacrificados hombres y mujeres a arriesgar sus vidas y fortunas para evitarle a las generaciones futuras un sufrimiento permanente e innecesario. Quizá ya haya igual número de mártires comunistas que de mártires cristianos. Si la esperanza humana puede sobrevivir a las cabezas de artillería cargadas de ántrax, a los dispositivos nucleares del tamaño de un portafolio, a la sobrepoblación, al mercado laboral globalizado, y a los desastres ambientales del siglo venidero; si tenemos descendientes que a un siglo de hoy, aún posean un acervo histórico para consultar y sean capaces de extraer inspiración del pasado, quizá pensarán en Santa Inés y Rosa Luxemburgo, en San Francisco y Eugene Debs, en el Padre Damián y en Jean Jaurés, como miembros de un único movimiento.
Así como el Nuevo Testamento es aún leído por millones de personas que pasan poco tiempo pensando en si Cristo regresará algún día cubierto de gloria, el Manifiesto Comunista es aún leído por aquellos de nosotros que esperan y creen que una justicia social plena puede ser asequible sin una revolución como la que Marx predijo, que una sociedad sin clases, un mundo en el que “el libre desarrollo de cada uno sea la condición del libre desarrollo de todos” puede surgir como resultado de lo que Marx despreciaba como el “reformismo burgués.” Padres y maestros deben promover que los jóvenes lean ambos textos. La juventud será mejor moralmente por haberlo hecho así.
Deberíamos educar a nuestros hijos para que les parezca intolerable que a nosotros, quienes nos sentamos tras un escritorio y tecleamos, nos paguen diez veces más que a quien se ensucia las manos limpiando nuestros baños, y cien veces más que a quienes fabrican nuestros teclados en el Tercer Mundo. Deberíamos asegurarnos de que les preocupe el hecho de que los países industrializados tengan cien veces más riqueza que aquellos que no lo están. Nuestros hijos deben aprender, desde muy temprano, a ver esas inequidades entre sus propias fortunas y las de otros niños, no como la voluntad divina o el necesario precio que debemos pagar por la eficiencia económica sino como una tragedia evitable. Deberían empezar a pensar lo antes posible, acerca de cómo el mundo puede cambiarse para asegurar que nadie padezca hambre mientras otros viven en el exceso.
Los niños deben leer el mensaje de fraternidad de Cristo conjuntamente con las explicaciones de Marx y Engels acerca de cómo el capitalismo y el libre mercado – indispensables como han resultado ser – dificultan en demasía la institución de tal fraternidad. Deben ver que a sus vidas les da sentido el conjunto de esfuerzos hacia la realización del potencial moral inherente en nuestra habilidad de comunicarnos el uno al otro nuestras necesidades y esperanzas. Deben aprender las historias de las congregaciones cristianas reunidas en catacumbas y de los mítines de trabajadores en plazas públicas. Pues ambos han jugado un rol importante en el largo proceso de actualizar tal potencialidad.
El valor inspiracional del Nuevo Testamento y del Manifiesto Comunista no se ve disminuido porque millones de personas fueron esclavizadas, torturadas o muertas de hambre por sinceros, convencidos morales que recitaban pasajes de uno u otro texto con el fin de justificar sus actos. Memorias de las mazmorras de la Inquisición y de los cuartos en que se practicaban los interrogatorios por la KGB, de la implacable codicia del clero cristiano y de la nomenclatura comunista nos deberían hacer rehusar otorgarle el poder a gente que afirma conocer lo que dios o la historia quieren. Pero hay una diferencia entre el conocimiento y la esperanza. La esperanza suele adoptar la forma de falsa predicción, como lo hizo en ambos documentos. Pero la esperanza puesta en la justicia social es sin embargo, la única base de una vida humana que valga la pena.
El cristianismo y el marxismo aún tienen el poder de causar una gran cantidad de daño, pues tanto el Nuevo Testamento como el Manifiesto Comunista aún pueden ser efectivamente citados por hipócritas morales o gángsteres-ego maníacos. En los Estados Unidos, por ejemplo, una organización denominada la Coalición Cristiana tiene al Partido Republicano (y por tanto al Congreso) subyugado. Los líderes de este movimiento han convencido a millones de votantes de que cobrar impuestos en los suburbios para ayudar a los ghettos es algo no cristiano. En nombre de “los valores de la familia cristiana”, la Coalición enseña que el que el gobierno de los Estados Unidos extienda una mano de ayuda a los hijos de los inempleables y de las madres solteras adolescentes puede “minar la responsabilidad individual.”
Las actividades de la Coalición son menos violentas que las del ahora moribundo movimiento “Sendero Luminoso” en el Perú. Pero los resultados de sus trabajos son igualmente destructivos. Sendero Luminoso, en su asesino apogeo, fue encabezado por un enloquecido profesor de filosofía que pensaba de sí como en el sucesor de Lenin y Mao, como un inspirado intérprete de los escritos de Marx. La Coalición Cristiana es encabezada por un mojigato televangelista: el Reverendo Pat Robertson – un intérprete contemporáneo de los evangelios quien probablemente cause mucho más sufrimiento en los Estados Unidos que aquel que Abiel Guzmán causó en Perú.
Para resumir: es mejor, al leer ambos, el Manifiesto Comunista y el Nuevo Testamento, ignorar a los profetas que afirmen ser los intérpretes autorizados de uno u otro texto. A leer los textos, deberíamos pasar ligeramente por alto las predicciones, y concentrarnos en las expresiones de esperanza. Deberíamos leer a ambos como documentos de inspiración, como llamados a lo que Lincoln llamó “los mejores ángeles de nuestra naturaleza”, en vez de exactos recuentos de la historia humana o del destino humano.
Si uno trata el término “Cristiandad” como el nombre de uno de esos llamados, en vez de una afirmación de conocimiento, entonces esa palabra aún da nombre a una poderosa fuerza que trabaja por la decencia e igualdad humanas. “Socialismo”, similarmente considerado, es el nombre de la misma fuerza- un nombre actualizado y más preciso. “Socialismo cristiano” es pleonásmico; hoy en día uno no puede esperar por la fraternidad que los evangelios predican sin esperar que gobiernos democráticos redistribuyan el dinero y las oportunidades como el mercado jamás lo hará. No hay forma de tomar en serio al Nuevo Testamento como un imperativo moral en vez de como profecía, sin tomar la necesidad de tal distribución de un modo igualmente serio.
A pesar de la fecha en que fue hecho el Manifiesto Comunista es aún una admirable afirmación de la gran lección que hemos aprendido de ver el capitalismo industrial en acción; de que el derrocar a gobiernos autoritarios y el logro de una democracia constitucional, no es suficiente para asegurar la igualdad o decencia humanas. Es tan cierto como lo era en 1848, que los ricos tratarán de ser más ricos a través de hacer a los pobres más pobres, que la conversión del trabajo en materia llevará a la pauperización de los asalariados, y que el ejecutivo del estado moderno es un comité para administrar las relaciones comunes de toda la burguesía.
La distinción burguesía-proletariado puede ser que se encuentre tan fuera de tiempo como la distinción pagano-cristiano pero si uno sustituye el “20 por ciento más rico” por la burguesía y “el otro 80 por ciento” por el proletariado, la mayoría de las frases del manifiesto seguirán sonando como ciertas (hay que reconocer sin embargo, que suenan un poco menos ciertas en estados de bienestar completamente desarrollados como Alemania y un poco más ciertas en países como los Estados Unidos, en los que la codicia ha mantenido la mano más alta y en el que el estado de bienestar se ha mantenido en un estado rudimentario). Decir que “la historia es la historia de la lucha de clases” es aún cierto, si se interpreta para significar que en cada cultura, bajo cualquier forma de gobierno y en cualquier situación imaginable (vgr. Inglaterra cuando Enrique VIII disolvió los monasterios, Indonesia después de que los holandeses volvieron a casa, China tras la muerte de Mao, Bretaña y América bajo Thatcher y Reagan) la gente que ya tenga sus manos en el dinero y el poder, mentirá, engañará y robará para asegurar que ellos y sus descendientes monopolicen ambos por siempre.
En la medida en que la historia presenta un espectáculo moral, es que debemos luchar por romper tales monopolios. El uso de la doctrina cristiana para argumentar a favor de la abolición de la esclavitud (y argumentar en contra del equivalente americano de las leyes de Nüremberg – las normas de segregación racial) demuestra una cristiandad en su óptimo. El uso de la doctrina marxista para levantar la conciencia de los trabajadores- para aclararles el modo en que están siendo engañados – denota un marxismo en su óptimo. Cuando ambos se fusionan, como lo hicieron en el movimiento del “evangelio social”, en las teologías de Paul Tillich y Walter Rauschenbusch, y la más socialista de las encíclicas papales, han permitido que la lucha por una justicia social trascienda las controversias entre los teístas y los ateístas. Esas controversias deberían ser trascendidas: deberíamos leer el Nuevo Testamento como si dijese que el modo en que nos tratemos los unos a los otros en la tierra importa mucho más que el resultado del debate concerniente a la existencia o naturaleza de otro mundo.
El movimiento sindical, que Marx y Engels pensaron tan sólo como una transición hacia el establecimiento de partidos políticos revolucionarios, ha resultado ser el establecimiento de la más inspiracional encarnación de las virtudes cristianas del auto sacrificio y la más impresionante fraternidad jamás recordada en la historia. El surgimiento de los sindicatos es, moralmente hablando, el más alentador desarrollo de los tiempos modernos. Atestiguó la más pura muestra de heroísmo no egoísta. A pesar de que muchos de los sindicatos se han tornado corruptos, y muchos otros se han anquilosado, la estatura moral de las torres sindicales está quizá por encima de aquellas de las iglesias y corporaciones, gobiernos y universidades. Porque los sindicatos fueron conformados por hombres y mujeres que tenían mucho que perder – arriesgaron la misma posibilidad de poder trabajar, la oportunidad de traer comida a casa, para sus familias. Tomaron el riesgo a cambio de un mejor futuro humano. Todos les estamos profundamente en deuda. Las organizaciones que fundaron están santificadas en sus sacrificios.
El Manifiesto inspiró a la mayoría de los fundadores de los grandes sindicatos de los tiempos modernos. Citando su contenido, los fundadores sindicales fueron capaces de llevar a millones de personas a la huelga en contra de los degradantes salarios de hambre. Sus palabras respaldaron la fe de los huelguistas en que su sacrificio - su voluntad de ver a sus hijos tener suficiente comida en vez de rendirse a las demandas de los propietarios por un mayor retorno de su inversión – no sería en vano. Un documento que ha logrado tanto, permanecerá por siempre entre los tesoros de nuestra herencia espiritual e intelectual. Porque el Manifiesto explicó en detalle lo que los trabajadores iban gradualmente a entender: que “en vez de surgir con el progreso de la industria” el trabajador estaba en peligro de “hundirse más y más profundo debajo de las condiciones de existencia de su propia clase.” Este peligro fue evitado, cuando menos temporalmente, en Europa y en Norteamérica gracias al coraje de los trabajadores que leyeron el Manifiesto y que, como resultado de ello, se envalentonaron para demandar su tajada de poder político. De haber esperado a la amabilidad cristiana y la caridad de sus superiores, sus hijos aún serían analfabetos y estarían mal alimentados.
Las palabras de los Evangelios y del Manifiesto quizá han provisto igual cantidad de coraje e inspiración. Pero hay muchos sentidos en los que el Manifiesto es un mejor libro que dar a los jóvenes que el nuevo Testamento. Pues este último es un documento moralmente viciado por su ensueño, por su sugerencia de que podemos separar la cuestión de nuestra individual relación con Dios – de nuestra posibilidad individual de acceder a la salvación desde nuestra participación en esfuerzos cooperativos dentro de un interminable padecer. Muchos pasajes del Nuevo testamento han sugerido a los propietarios de esclavos que pueden mantener un derecho a latiguear a sus esclavos y a los ricos que pueden mantener su derecho a matar de hambre a los pobres. Pues en cualquier caso irán al cielo, ello después de haber sido perdonados de sus pecados como resultado de haber aceptado a Cristo como su Señor.
El Nuevo Testamento, un documento del mundo antiguo, acepta una de las convicciones centrales de los filósofos griegos que nos urgían a la contemplación de las verdades universales como ideal del modo de vida humano. Esta convicción está basada en la premisa de que las condiciones sociales de la vida humana nunca cambiarán en modo importante: siempre tendremos a los pobres entre nosotros – y quizá los esclavos también. Esta convicción lleva a los escritores del Nuevo Testamento a voltear su atención de la posibilidad de un mejor futuro humano a la esperanza de que nos toque una rebanada del pastel cuando muramos. La única utopía que estos escritores pueden imaginar es en otro mundo.
Nosotros los modernos somos superiores a los antiguos – paganos y cristianos – en nuestra habilidad de imaginar una utopía aquí, en la Tierra. Los siglos XVIII y XIX atestiguaron, en Europa y Norteamérica, un cambio masivo en el locus de la esperanza humana: un cambio de la eternidad al tiempo futuro, de la especulación respecto a cómo ganar el favor divino a planear la felicidad de nuestras futuras generaciones. Este sentido de que el futuro humano puede cambiarse respecto al pasado humano, sin ayuda de poderes no humanos, se encuentra magníficamente expresada en el Manifiesto.
Sería mejor sin embargo, por supuesto, si encontrásemos un nuevo documento con el cual proveer a nuestros hijos de inspiración y esperanza – uno que estuviese libre de los defectos que pudieren tener tanto el Nuevo Testamento como el Manifiesto. Sería bueno tener un texto reformista, uno que no tuviera el carácter apocalíptico de ambos textos – que no dijese que todo debe hacerse de nueva cuenta desde el principio, o que la justicia “puede obtenerse sólo a través del forzoso derrocamiento de todas las condiciones sociales existentes.” Sería bueno tener un documento que expusiera en detalle una utopía de esta Tierra sin asegurarnos que esta utopía emergerá de lleno, y rápidamente, tan pronto como un cambio decisivo se verifique – tan pronto como la propiedad privada sea abolida, o tan pronto como “todos hayamos aceptado a Cristo en nuestros corazones.”
Sería mejor, en breve, si pudiésemos seguir sin profecías y afirmaciones de conocimiento de las fuerzas que determinan la historia – como si la esperanza generosa se pudiese sostener sin mayores seguridades. Algún día quizá, tengamos un nuevo texto que dar a nuestros hijos - uno que se abstenga de generar predicciones aunque exprese el mismo anhelo de fraternidad que el Nuevo Testamento, y esté lleno de descripciones de un ojo aguzado acerca de nuestras más recientes formas de inhumanidad de el uno contra el otro como en el Manifiesto. Pero mientras tanto, deberíamos estar agradecidos por tener dos textos que nos han ayudado a ser mejores – que nos han ayudado a superar hasta cierto punto, nuestro bruto egoísmo y sadismo cultivado.